top of page
Foto del escritorDidio Pena Infante

Si a los 40 sigues buscando… no has entendido nada.

Su mano, arrugada y dura, tomó la mía. Sentí una profunda ternura paternal mezclada con una fuerza ancestral que emanaba de este hombre, dispuesto a acompañarme sin ninguna condición hasta ese lugar. Me ofrecía su mano; ambos sabíamos que era lo único, que era absolutamente todo lo que podía ofrecerme. No tenía nada más, solo su mano. Nuestras almas sabían que era lo único que necesitaba.


Yo, en posición fetal, no podía dejar de temblar. Había soportado cuatro días y tres noches sin comer, apenas conciliando el sueño por pequeños lapsos de 10 o 15 minutos, peleando el puesto cerca del fuego con un par de europeos y un estadounidense tan desesperados como yo. Ellos, mayores, tenían prioridad. Además, creía que lo necesitaban más.


Él no hablaba español; yo tampoco hablaba fang. Pero entre la multitud que bailaba al ritmo estridente de un arpa de cuatro cuerdas y el beat del golpeteo estridente de unos palos y unas cajas, en un trance histérico alrededor del fuego tratando de levantar nuestra energía, fue el único que se percató de que mis ojos se llenaban de agua. Faltaba poco para el amanecer. Ya la ceremonia iba a terminar. Había aguantado con mi típico discurso interior, ese que me habla de resistir, de no quejarme, de luchar. Pero era insostenible; no lo iba a lograr.


A los 40 años tenía todo lo que había deseado: una hermosa familia, una empresa productiva y reconocimiento en mi profesión. Pero no podía zafarme de la sensación de que todo estaba construido sobre bases de cristal que, en cualquier momento, podrían quebrarse y terminarlo todo. Trabajaba más, buscaba conseguir más dinero. Sentía que, si lograba hacer crecer mi empresa, mis ingresos y mi reputación profesional, podría mantener aquello que había conseguido.


Se suponía que debía sentirme pleno y feliz; había alcanzado todo lo que me propuse y lo que la sociedad presentaba como éxito y vida ideal. Pero no era así. Un hueco en el centro de mi pecho se abría cada vez más, y no encontraba saciedad. Tenía que haber algo más, tenía que encontrarlo. Me cansé de sostener esa ilusión y la dejé caer. Mi percepción era cierta: dejé de hacer fuerza, y todo se derrumbó como un castillo de naipes. La empresa se acabó, los empleados se fueron, los socios recogieron y armaron rancho aparte, mi economía se estancó y mi matrimonio tambaleó. Mi familia fue el único pilar que me sostuvo.


Decidido, y con rabia, tomé la decisión de jugármelo todo. “All in”, decían los ludópatas del casino que frecuentaba en mi juventud para multiplicar mi mesada y que por algún misterio Divino, no me atrapó en sus garras. En plena crisis del mediodía, decidí buscar a Dios y reclamarle en la cara, demandar una respuesta:


¡¿Quién eres?! ¿Qué sentido tiene esta tragicomedia a la que llaman vida? ¿Qué quieres de mí?!


Siete años buscando respuestas… Pregunté a sacerdotes, monjas, ministros, cuasi gurúes, chamanes, brujos, indigentes, empresarios, profesores… Terapias, cursos, talleres, formaciones, deformaciones, transformaciones, alucinaciones… ¡Qué no hice por Dios!


Y allí estaba, tirado en el suelo de tierra mugrienta de una choza al otro lado del mundo, a punto de quebrarme, sosteniéndome al mástil de mi ego con la poca fuerza que me quedaba. Una lágrima que pedía compasión quería salir, rodar por mi mejilla y acogerme con la más profunda ternura. Finalmente lo hizo, justo cuando Mbios tomó mi mano y me miró el alma. En ese instante, también pude ver la suya. Me rendí.


Me rendí al misterio de la vida, a aceptar que nuestra limitada capacidad de entendimiento nunca podrá abarcarlo ni comprenderlo. A que no necesito buscar nada, pues ya lo tengo todo. A que la vida se vive día a día, momento a momento. A que el pasado no es más que añoranza o queja sin sentido, y el futuro un hábil embaucador que seduce con promesas inciertas o amenazas sin fundamento. A que lo único que existe es este momento, y soy yo quien decide si lo vivo plenamente o lo dejo escapar entre fantasías y reclamos.


En ese momento, a miles de kilómetros de mi familia, tomé una decisión: empezar a vivir y dejar de buscar. Elegir un camino, a pesar del miedo y la duda. Jugarme la vida por lo que siento, por ese llamado de mi alma que solo necesitaba la confirmación de mi decisión.


Finalmente, entendí las palabras de ese obstinado y santo sacerdote:


“La vida no tiene sentido; es uno quien se lo da.”


Decidí, pues, dejar de buscarle sentido a mi vida y dárselo yo mismo.


Decidí rendirme y empezar a vivir.




Mbios



Dos europeos y un estadounidense


Dejar de buscar y empezar a vivir

bottom of page