
Vivir sin sentido me genera ansiedad… Quiero desesperadamente tener claridad en mi camino, una dirección cierta y fructífera, que me lleve a lograr, a conseguir, a crecer.
¿Hacia dónde camino? ¿Cuál es mi propósito?
En el fondo, todos los seres humanos queremos lograr algo. Sentimos el instinto primordial de conseguir, de mejorar, de avanzar. De prosperar.
Pero claro, la vida es un desafío. Estoy convencido que es un desafío para todos, nadie realmente lo tiene “fácil”. Un camino lleno de alegrías y frustraciones, incluso aquellos a quienes puedo juzgar de “afortunados” viven sus propias penas y tienen su propia historia. De allí que la comparación no es amiga de nadie. “La procesión va por dentro”.
Me ha tocado vivir en un tiempo que invita agresivamente a ser productivo. Modelos, ideales, y deberías que me acosan y me persiguen en mis mas profundos momentos de soledad. Recursos a la mano que nuestros abuelos apenas alcanzaron a imaginar. Todo es optimizable, y veo el tiempo como uno de los recursos mas valiosos en donde me veo pecar al desperdiciarlo o simplemente dejarlo pasar sin resultado aparente.
Aparecen los juicios y las actitudes correctas. La perseverancia se alza como un ideal del hombre estoico del siglo XXI, al que deseo desesperadamente emular. Y sí, es verdad que ser perseverante es una cualidad que debería acoger.
Pero…¿Dónde está la línea que divide la perseverancia de la terquedad?
Ciego e invadido de sentimientos “demoníacos” no lo puedo ver. Aún así la vida, que es hermosa, y se empeña en mostrarme.
La terquedad es orgullosa, la acompaña el miedo al fracaso, Mefisto susurra a mi oído una y otra vez, que no puedo darme el lujo de perder. Perder recursos, perder tiempo, perder la imagen que tanto ansío presentar a la sociedad, que tanto me he esforzado en cultivar.
La terquedad me enceguece, la terquedad trabaja para mí mismo, mi propio ego, demostrarme que pude, que conseguí que logré. Me animan las musas del éxito, el dinero y el reconocimiento social, una prueba pendiente, la soberbia de demostrar hacia afuera mi inflado valor, un falso poder anhelado con desespero.
Tercamente no me permito fallar. Perder es una palabra que deseo desesperadamente erradicar de mi vocabulario, inflo el pecho, así duela con cada respiración, no me permito la vulnerabilidad. Todo es una puesta en escena para un público, a quien poco o nada le importa realmente el devenir de mis asuntos, que sólo proyecta su propia neurosis y su propia carencia.
Busco saciar mis deseos individuales, no actúo sino bajo mis propios intereses, egoístas e infantiles. Quiero conseguir, nada es suficiente, nunca estoy satisfecho y me pierdo del momento presente, de lo hermoso del aquí y el ahora que pocas veces experimento plenamente, viviendo en los reclamos del pasado y las fantasías del futuro.
Alguna vez oí decir a un maestro que “aprendemos por amor o por dolor”. Golpeo mi cabeza como el buey contra el cerco. Prefiero morir en el intento y sigo topando la cerca a pesar de mi cráneo ensangrentado, hasta que por fin el dolor me enseña que por ahí no es la salida, que todavía no es el momento.
La perseverancia es humilde. Acepta con resignación cuando se puede y cuando no, identifica, así duela, cuando es el momento, y cuando hay que esperar un poco mas, o cuándo, simplemente, hay que confiar y pasar la página hacia lo incierto.
Al perseverante lo motiva un bien mayor, no los deseos egoicos sino un bien mayor. Lo mueve a la acción el amor y no el miedo. Piensa en los demás, tiene en cuenta al prójimo, el próximo, ese que duerme bajo el mismo techo, ese que camina y sufre su propia existencia justo a su lado.
El perseverante no teme el fracaso, pues sabe que los obstáculos del camino, constituyen el camino mismo. Tropieza se lamenta en su humanidad, pero tiene el coraje de sacudirse y levantarse, replantearse, reorientarse. No teme soltar, no se apega, aprende a dejar, aprende a entregarse humildemente al misterio de lo incomprensible.
El perseverante aspira, a lo mas, a ser testimonio, así no consiga, así no logre.
El perseverante vive el momento presente de manera consciente, y responsable, asume sus acciones y no teme equivocarse. Invierte con alegría y asume sus pérdidas como enseñanzas. Científicamente entiende el concepto de prueba y error. Está atento a su accionar y asume también con gallardía, las implicaciones de sus decisiones.
Los objetivos por los que lucha con ahínco, son autoreferenciados, no son producto de la envidia o de las frustraciones sociales proyectadas de padres, maestros, filosofías o doctrinas. No atiende a deberías y ante el sufrimiento canta y se alegra pues puede apreciar en su totalidad la enseñanza ganada.
El perseverante está atento a los mensajes que constantemente el universo le presenta, no le ensordece el miedo a volver a empezar. Humildemente acepta su error y decir “estaba equivocado” es reflejo del amor que lo impulsa, y que lo mantiene con los pies en la tierra y el corazón en el cielo.
“Sabemos que estamos en el camino porque todo fluye”. Naturalmente todo se nos da, todo resulta. Aparecen aliados, aparecen oportunidades, estamos donde se supone que deberíamos estar, así nuestro ego se empeñe en gritarnos lo contrario, y el miedo nos quiera hacer creer que es una locura, nos devalúe y quiera menospreciar la fuerza en nosotros, que no nos hemos permitido conocer.
No es fácil discernir entre la obstinación y la pasión.
Un místico de acá, me presentó una solución, ante mi limitada inteligencia y mi aún mas soberbia personalidad: “Siete veces. Si te cuesta diferenciar entre terquedad y perseverancia, inténtalo solamente siete veces”
Ya sé que sufriré mas de lo necesario, pero tengo Fé que el universo reflejado en mi propia esencia rezará para que la próxima vez pueda ver la diferencia sólo en seis.